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ISSN: 1666–6186 / E-ISSN: 1853–3655

Cuaderno Urbano Nº40 | Año: 2025 | Vol. 40

ARTÍCULO

CRÍTICA DE LA RAZÓN FUNCIONALISTA Y TEORÍA DEL HABITAR

CRITIQUE OF FUNCTIONALIST REASONING AND DWELLING THEORY

CRÍTICA DA RAZÃO FUNCIONALISTA E TEORIA DO HABITAR

Néstor Casanova Berna

Universidad de la República (República Oriental del Uruguay), Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo.
E-mail: nestor.casanova.1958@gmail.com
Orcid: https://orcid.org/0000-0002-3013-7249

Resumen

El presente artículo pretende desarrollar un sucinto examen crítico de las nociones de utilidad, implementación y finalidad en arquitectura y urbanismo. Términos como utilidad o función se han empleado en los discursos teóricos desprovistos de un riguroso deslinde conceptual. En efecto, han proliferado tanto sentencias como ideologías que han confluido de modo peculiarmente heteróclito en el cauce de lo que aquí se prefiere caracterizar como razón funcionalista, esto es, un modo ligeramente equívoco de comprometerse con el para qué de la arquitectura. Pero esta crítica de la razón funcionalista no puede sino resolverse con el postulado de una rigurosa Teoría del Habitar arquitectónico y urbano. Es que una Teoría del Habitar puede fundamentarse en una propuesta de deconstrucción teórica conceptual de la idea compleja de función.

Palabras clave

utilidad; función; funcionalismo; teoría del habitar.

Abstract

This article aims to develop a succinct critical examination of the notions of utility, implementation and purpose in architecture and urban development. Terms such as utility or function have been used in theoretical discourses without rigorous conceptual definition. Therefore, both sentences and ideologies have proliferated, that have converged in a peculiarly heteroclite manner within the current of what we prefer to characterize here as functionalist reason, that is, a slightly ambiguous manner of committing to the reason behind architecture. However, this critique of functionalist reasoning cannot simply be resolved with the proposal of rigorous Dwelling Theory and urban development. Dwelling Theory can be founded on a proposed theoretical/conceptual deconstruction of the complex idea of function.

Keywords

utility; function; functionalism; dwelling theory.

Resumo

Este artigo tem como objetivo desenvolver um exame crítico sucinto das noções de utilidade, implementação e finalidade em arquitetura e planejamento urbano. Termos como utilidade ou função têm sido usados em discursos teóricos sem uma delimitação conceitual rigorosa. Com efeito, proliferaram sentenças e ideologias que convergiram de uma forma peculiarmente heterogénea no canal daquilo que preferimos caracterizar aqui como razão funcionalista, isto é, uma forma ligeiramente equívoca de nos comprometermos com o porquê da arquitetura. Mas esta crítica a esta razão funcionalista não pode deixar de ser resolvida com o postulado de uma Teoria da Habitação arquitetônica e urbana rigorosa. O fato é que uma Teoria do Habitar pode se basear em uma proposta de desconstrução teórico-conceitual da complexa ideia de função.

Palavras-chave

utilidade; função; funcionalismo; teoria do habitar.


DOI: https://doi.org/10.30972/crn.40408204


Las casas se construyen para vivir en ellas y no para la contemplación; por tanto, hagamos que el uso se anteponga a la uniformidad, excepto en aquellos casos en que puedan darse ambos. Dejemos la apariencia para los palacios encantados de los poetas que los construyen con bajo coste. FRANCIS BACON, 1625

LA CONCEPCIÓN CLÁSICA DE LA UTILITAS

Desde hace ya mucho tiempo, al menos en la tradición europea occidental, se tiene clara conciencia del imperativo de la utilidad para la arquitectura. En el trasfondo del sentido común histórico se impone la idea de que los edificios y otras realizaciones arquitectónicas contienen legítimas expectativas de uso, implementación y finalidad. Quizá sea precisamente por su alojamiento en el sentido común de que la idea de utilidad aparezca presuntamente clara y distinta, cuando de hecho resulta una obviedad compleja y borrosa. Como se verá más adelante, términos como utilidad o función se han empleado en los discursos teóricos desprovistos de un riguroso deslinde conceptual. En efecto, han proliferado tanto sentencias como ideologías que han confluido de modo peculiarmente heteróclito en el cauce de lo que aquí se prefiere caracterizar como razón funcionalista, esto es, un modo ligeramente equívoco de comprometerse con el para qué de la arquitectura.

Desde el primer registro escrito de reflexión arquitectónica que se ha conservado, el tratado vitruviano, se hace mención explícita a la clásica idea de utilitas. Vitruvio parte de caracterizar la arquitectura como la disciplina profesional que se aplica a construir edificios y a continuación enumera, de manera triádica, una contundente caracterización imperativa:

Tales construcciones deben lograr seguridad, utilidad y belleza. Se conseguirá la seguridad cuando los cimientos se hundan sólidamente y cuando se haga una cuidadosa elección de los materiales, sin restringir gastos. La utilidad se logra mediante la correcta disposición de las partes de un edificio de modo que no ocasionen ningún obstáculo, junto con una apropiada distribución – según sus propias características- orientadas del modo más conveniente. Obtendremos la belleza cuando su aspecto sea agradable y esmerado, cuando una adecuada proporción de sus partes plasme la teoría de la simetría. (VITRUVIO, 1, 3)


La caracterización vitruviana de su concepto de
utilitas la presenta como virtudes de la forma proyectada y construida: disposición de componentes, distribución de ámbitos y orientación. Resulta curioso que defina a la utilidad como el modo en que las partes del edificio no ocasionen ningún obstáculo. Parece indicar que, en todo caso, las exigencias de la firmitas y la venustas deben dejar, de modo algo residual, una holgura librada al uso fluido. Esto, si bien se mira, arroja una cierta luz sobre el grado de compromiso del arquitecto romano con respecto al desempeño del artefacto arquitectónico. En ausencia de una refinada teoría de la estabilidad, así como de una consistente y recíproca teoría de la utilidad, el desvelo teórico parece privilegiar el decoro como categoría.

La mayor preocupación de un arquitecto debe ser que los edificios posean una puntual proporción en sus distintas partes y en todo su conjunto. Fijada la medida de su simetría y calculadas perfectamente las proporciones de tal medida, es entonces objetivo de su astucia elegir la naturaleza del lugar en relación al uso y a la belleza del edificio, ajustar sus medidas añadiendo o eliminando lo necesario para conservar siempre su simetría, de modo que parezca que todo se ha ido conformando correctamente y que en su aspecto exterior no se eche nada en falta. (Vitruvio, 6, 2)

Para Vitruvio, la utilidad se verifica, en todo caso, en ciertas configuraciones legadas por la costumbre y la tradición, según diversas determinantes del lugar y de la cultura. En el Libro VI, capítulo primero, consigna las condiciones climáticas y la disposición de los edificios en orden a la orientación, en el capítulo quinto se ocupa de la disposición más conveniente de las casas en vista al decoro, mientras que en el capítulo sexto trata de las peculiaridades de las casas de campo; por fin, en el capítulo séptimo trata de las casas griegas a título de tipos constructivos. No se trata, por cierto, de una teoría de la utilidad, sino de observaciones empíricas acerca de las diversas constituciones de los edificios. Mucho menos se trata, naturalmente, de una teoría de la función, en donde aparecerían mutuamente implicados unas composiciones arquitectónicas con unos modos de uso. De este modo, la utilidad es entendida como la virtud, propia de la construcción arquitectónica que se cumple con dejar hacer de modo más o menos fácil la implementación en el uso.

En el Renacimiento italiano, y sobre todo a raíz de la meticulosa lectura del tratado vitruviano por parte de León Battista Alberti, tiene lugar una profunda resignificación conceptual. Con Alberti se transita de los rudimentos del oficio hacia los esbozos —todavía embrionarios— de una teoría como soporte profesional. “Para Alberti, entonces, la arquitectura es la única de las artes capaz de aunar la necesidad, la utilidad y la belleza en armonía. Este es el inicio de la idea de concinnitas, la necesidad y la utilidad serían entendidas por el autor como eslabones necesarios para alcanzar el fin último de belleza, así los problemas de la arquitectura quedan incluidos en concinnitas como una unidad” (Plouganou, 2020, pág. 36). Al aunar de modo superiormente imbricado los elementos que en Vitruvio aparecían claramente articulados, Alberti conecta tanto la utilidad con la belleza, así como el compromiso por desarrollar, a futuro, sendas teorías que culminarían confluyendo en una síntesis superior de la forma arquitectónica. Se verifica en el Renacimiento una eclosión de todavía oscuras intuiciones que sólo el desarrollo técnico y filosófico contribuirá, no sin gran esfuerzo, a esclarecer en términos relativos.

Una de estas borrosas intuiciones aparece en el Tratado de Arquitectura de Filarete. En efecto, se trata de un preanuncio de la consideración de lo humano en la función, como regla y norma interiores que informarían a la forma arquitectónica.

[…] en el caso de Filarete, a través de su Trattato d’architettura de 1465, el tema de la función reaparece con una importancia notable. El origen de la función está para él, como para Alberti, en la necesidad básica, pero retoma a su vez la idea de la cabaña primitiva de Vitruvio, esta vez asociada a la tradición cristiana, colocando a Adán como primer constructor después de su expulsión del paraíso. Para Filarete la cabaña primitiva fue concebida con las proporciones humanas y por ende contiene la base de todos los órdenes. Pero eso no implica que el autor considere la cabaña como norma de la arquitectura, como sí ocurrirá en el siglo XVIII con Laugier, sino que la misma contiene en sí misma un sistema de proporciones. (Plouganou, 2020, pág. 39)

Es sin dudas emocionante verificar cómo una idea especialmente luminosa y clarividente aparece como un tenue resplandor, como una audaz conjetura lanzada en una botella al mar del tiempo histórico, en donde, en muy otras circunstancias, adquirirá un sentido claro y distinto. El tratadista del Renacimiento apenas si enuncia una clave hermética que atravesará el devenir de la reflexión arquitectónica hasta que se esclarezca de modo contundente que la finalidad de la forma arquitectónica, su propósito primero y último, es servir holgada y exactamente a la habitación del cuerpo humano en acción.

EL FUNCIONALISMO MODERNO

Mientras que el concepto clásico de utilidad es vago e impreciso, la idea moderna de función apenas lo es menos. Si en la concepción clásica la utilidad se predica de la cosa construida, en la moderna asunción del significado de función se entiende una relación entre un sujeto —operador, usuario o referente— y la “forma” —configuración, figura o, propiamente, forma final— del caso arquitectónico. Con esto es cierto que el problema empieza a ser planteado en la dirección correcta, pero aún es forzoso rendirse a la evidencia que bajo el término función anida una considerable indeterminación conceptual; la idea de función no es, por cierto, una idea simple (de Zurko, 1958, p. 17s). De todos modos, hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, tiene lugar un desarrollo exuberante del llamado funcionalismo arquitectónico, cauce de pensamientos que indagan de modo diverso en la relación entre la “función” y la “forma”.

“La premisa básica de que la forma debe seguir a la función se convierte en principio rector para el arquitecto, pero también constituye un patrón-para-medir a la arquitectura.” (de Zurko, 1958, pág. 15). Esta consigna equívoca ha inspirado —y también obturado— la reflexión arquitectónica por más de un siglo. Sucede que ni la “forma” ni mucho menos la “función” se han reflexionado con suficiente rigor y cuando se las equipara en una presunta relación causal apenas si se revela un significante tan abierto como vacío de contenido conceptual. Quizá la raíz del equívoco provenga del más que milenario talante cosificador que enarbolan los arquitectos cuando consideran a su materia como la cosa proyectada y construida, en vez de entenderla como una relación palpitante de vida entre los seres humanos y las transformaciones formales y materiales del ambiente habitado. En esta última asunción la función y la forma se identifican recíprocamente, siempre y cuando los términos sean definidos en forma clara y distinta.

En principio, es imperioso definir de modo estricto qué se entiende bajo el término función. “En su acepción más general, este término designa una acción o capacidad de acción que se le asigna a una persona o cosa cualquiera, comprendidos en un sistema organizado. El contenido principal de este significado es el de acción que deriva del griego εργον (ergon, ‘acción, trabajo, esfuerzo’).” (Casanova Berna, 2008, p. 95). Por su parte, el uso supone una estructura coherente y compleja de funciones y significados desarrollados en diversos contextos por parte de un usuario cuando implementa efectivamente un objeto útil. Por último, debe definirse de manera diferencial el concepto de finalidad, que es el total de las determinaciones que operan sobre el ser de una cosa. Como se ve, es posible caracterizar distintivamente tres conceptos que suelen revolotear, desorientados en el fondo de sentido del término función, al menos en su uso corriente e histórico. Pero si se aplica un mínimo de rigor, entonces se va aclarando paulatinamente el terreno acerca del que se discute.

Puede establecerse una correspondencia estrecha con una rearticulación ad hoc de la noción general de forma. Así, podrá entenderse que a una función específica y definida le corresponde, como manifestación una configuración funcional, esto es, un conjunto discreto y específico de rasgos que responden, punto por punto, a la acción que opera. Esta configuración funcional u operativa no es una forma, sino un conjunto muy ajustado de rasgos formales que se ponen de manifiesto en el contexto concreto de la operación dada. No tiene ningún sentido afirmar que la configuración funcional sigue a la función, porque son exacta y manifiestamente lo mismo. A su vez, a un uso le corresponde una figura de uso enmarcada en un contexto, lo que implica predicar la identidad entre las ceremonias o rituales del uso y las figuras significativas correspondientes. Pero una figura de uso no es una forma, sino un complejo de rasgos y significaciones en un contexto donde las cosas son implementadas en su carácter útil. Lo que sí es una forma es la absoluta y total determinación de la finalidad. En este sentido, lo único que es posible predicar de la forma arquitectónica deriva de una finalidad asignada y tal finalidad es la de ser habitada.

De estas consideraciones emerge una crítica a la razón funcionalista en la arquitectura moderna. Esta razón —funcionalista antes que funcional— se cuida de disponer del término función como significante vacío, como emergencia de un confuso fondo de significado. Quizá esto se deba a que a los arquitectos siempre les ha interesado como imperativo autoasignado la determinación de la forma y no tanto la conceptualización detenida de la función. En este sentido, a las inconsistencias teóricas desarrolladas en la historia, sólo es posible contestarlas con un decidido cambio de paradigma. Y deberá empezarse, como es natural, con una cuidadosa deconstrucción tanto del término, de sus significaciones y, sobre todo, de sus connotaciones en la vida social.

Se vuelve imperioso, en aras del rigor, diferenciar jerárquicamente los conceptos de función operativa, los de uso y utilidad, así como el de finalidad. El abordaje del estudio de la función operativa es, de modo preceptivo, un análisis mecánico y ergonómico específico. La correspondencia de la función operativa parte de una configuración funcional, definida como el conjunto de rasgos formales que verifican una determinada operación mecánica. El uso y la utilidad conforman un segundo estrato, relativamente más complejo que el de la función operativa, y que incluye no sólo estructuras complejas de operaciones, sino además significaciones culturales enmarcadas en concretos contextos de implementación en el uso con los que las figuras resultantes adquieren la conformación de ceremonias, rituales y hábitos complejamente circunstanciados. Mientras tanto, la finalidad constituye una determinación absoluta y total del designio de las cosas, de su para qué, el que tiene patente y exacta manifestación en la forma. Así considerada, la finalidad constituye un tercer estrato superior en complejidad. Cabe también detenerse en las configuraciones subjetivas referentes de estos estratos. Así, la función operativa es una acción o esfuerzo desempeñado por un operario, mientras que la actividad de uso implica la determinación del carácter subjetivo específico de usuario, así como la finalidad, en arquitectura, tiene al propio sujeto situado, esto es, al habitante como referente.

Una vez que se tienen en cuenta las precedentes consideraciones, cabe repasar el modo en que el término función ha tenido efectivo desempeño histórico. Al respecto, Damián Plouganou, en una más que prolija tesis doctoral de 2020, ha efectuado un pormenorizado examen de la cuestión. Este estudio parte de una distribución inicial de contenidos que operan en diversos trasfondos de significación. Esta operación resulta peculiarmente interesante para complementar la labor crítica de la razón funcionalista. Mientras que, desde un punto de vista teórico, se pueden señalar inconsistencias en los significados estrictamente denotados por el término, un esforzado análisis crítico histórico puede dar cuenta elocuente de la dispersión de sentidos connotados por la expresión:

En las indagaciones más radicales de la modernidad la función asume intereses que sobrepasan sus objetivos meramente utilitarios hasta alcanzar propuestas que implican, implícita y/o explícitamente, la extensión de un proyecto de arquitectura a un proyecto de reforma social. En estas operaciones el término función resulta insuficiente y se expande en un abanico de acepciones que amplían también las diferentes concepciones del problema. Estos términos se agrupan en cuatro nociones que engloban los diferentes modos en que la función ha sido interpretada y teorizada:

  • “eficacia” –racionalismo, cientificismo y economía aplicados a las distribuciones funcionales–,
  • “adaptación” –consideración de las particularidades de cada necesidad en su contexto específico–,
  • “flexibilidad” –amplitud de las posibilidades funcionales de un mismo espacio–,
  • “conectividad” –énfasis en la vinculación, sinergia y relato producidos por la propia configuración de las circulaciones–. (PLOUGANOU, 2020, pág. 19)

Estas cuatro connotaciones principales, presentadas de tal modo, permiten advertir que lo que en verdad preocupa de la asunción funcional es, en todos los casos, su presunta afectación de la forma arquitectónica. Como se verá en detalle más adelante, según qué supuestos teóricos se adopten, los sentidos proliferarán como promotores de la determinación de la forma en la mesa de dibujo, esto es, en el diseño como revelación o piedra de toque del discurrir profesional. Es en este contexto de época que los verdaderos asedios a la forma concreta de la función operativa, tales como el minucioso estudio de Margarete Schütte-Lihotzky en la denominada Cocina de Frankfurt o Carin Boalt, en Suecia, constituyen más la excepción que la regla.

Es significativo cómo se hipostasia la noción de eficacia en la función operativa tanto en el uso como en la finalidad. Esta operación para nada es inocente en el plano ideológico: es la época en que la mecanización toma el mando (Giedion, 1948 / 1978). No lejos de tal concepción es la racionalización de “la casa como una máquina de habitar” (Le Corbusier, 1923, p. 73). En efecto, el avance impetuoso del productivismo maquinista arrebata a las conciencias más exaltadas, dispersando por doquier el paradigma del moderno proceso productivo.

Lo que [Moisei] Gínzburg entiende por una “correcta resolución funcional” quizás deba encontrarse en la apreciación que él mismo hace de la organización que Henry Ford desarrolla en sus industrias norteamericanas. Gínzburg cita en el mismo artículo a Ford, quien explica que la distribución de las máquinas y el aprovechamiento del espacio responde a un cálculo científico, el cual permite ahorrar tiempo y economizar el máximo espacio dentro de la fábrica. Así, la lectura del modo de vida del usuario en Gínzburg nace del pragmatismo fordista de entender al usuario como una pieza más de una “maquinaria social”, que se caracteriza, al menos en una primera fase, por el aprovechamiento del espacio y el tiempo. Para él —y en esto yace uno de los puntos clave de la “eficacia”— las actividades de las personas deben ser economizadas como si se tratara de una fase del proceso productivo. (Plouganou, 2020, p. 63)

Resulta notable apreciar, con la distancia histórica disponible en la actualidad, cómo las huestes arquitectónicas funcionalistas se aplicaron con denuedo a la misión de máximo aprovechamiento del espacio, a la racionalización del Existenzminimum y al cultivo de una arquitectura austera, determinista y despojada, mientras que una investigadora funcional como Carin Boalt se aplicaba con minuciosidad y método científico a examinar los derroteros concretos del cuerpo habitante… Porque una cosa es prestar atención inquisitiva a la acción de los sujetos concretos como las amas de casa —merecedoras de un espíritu de solidaridad en el alivio de sus esfuerzos—, y otra muy diferente es resultar funcional a la administración del espacio y los recursos vivideros en beneficio de la economía política dominante.

La expansión del valor de la eficacia desde la función operativa hacia los niveles del uso y de la finalidad se revela como una inconsistencia conceptual: la eficacia no es, por cierto, el criterio pertinente en los niveles superiores, como sí lo es, de modo estricto, predicable de la operación mecánica. Hay una racionalización indebida que desecha importantes valores de significación cultural en los rituales del uso, así como resulta una degradación del valor intrínseco de la finalidad. En los hechos, con esta razón funcionalista de la racionalización de la eficiencia emerge una implementación puramente productivista de la sobreexplotación del espacio, de la asignación rígida de propósitos y de manifiesta falta de flexibilidad ante los procesos de cambio histórico.

Si la eficiencia constituyó la connotación de una racionalización, la adaptación es un sentido emergente de una actitud de ajuste empírico y gradual:

La noción de “adaptación” tiene que ver con la acomodación de las distintas funciones y distribuciones internas de un edificio, atendiendo a cada necesidad puntual. Los distintos conceptos que la conforman suelen apoyarse en la observación crítica de los fenómenos cotidianos y naturales, y su traspaso al plano propositivo resulta mucho más arraigado a la experiencia misma; a lo tradicional y a lo empírico antes que a lo normativo. (Plouganou, 2020, p. 92)

El principal exponente de la connotación de la función como adaptación empírica lo constituye el magisterio de Alvar Aalto. En este caso, se alinea la idea de función con la del uso y se aboga por una superación del mecanicismo militante en el Movimiento Moderno en beneficio de una necesaria humanización de la arquitectura. “Hacer más humana la arquitectura significa hacer mejor arquitectura y conseguir un funcionalismo mucho más amplio que el puramente técnico” (Aalto, 1970 / 1977, p. 29). Aquí, a la consideración por la operación puramente mecánica se le debe complementar con una debida atención a variables biológicas y psicológicas. El llamado a la humanización, si bien resulta escueto, constituye un claro llamado de atención ético, a la vez que también es una advertencia epistémica.

Al funcionalismo empírico se le puede echar en falta cierta insuficiencia de tipo teórico. En efecto, no pareció abundar más que en un afrontamiento puntual de ciertos problemas de naturaleza práctica sin avanzar en una conceptualización consistente y sistemática. Es remarcable, no obstante, el humanismo vindicado por Aalto, aunque también debe consignarse un cierto talante defensivo y una insuficiente carga de contenido argumental. En fin, también es achacable a esta connotación de la función como adaptación al uso una relativa insuficiencia de naturaleza metodológica, más allá de la consigna amplia y vaga de la consecución de una “mejor arquitectura”. Porque lo que queda en el debe, en todo caso, es el señalamiento claro y distinto de una finalidad propia de la arquitectura, quizá equívocamente tenida por obvia.

Con respecto a la idea de flexibilidad, Plouganou trae a colación, a título de ejemplo, la actitud al respecto de Ludwig Mies van der Rohe. Pero en este caso, cabe preguntarse si se trata en el fondo de un funcionalismo stricto sensu. Porque, en efecto ¿qué tenemos aquí?: ¿flexibilidad en el uso, holgura funcional operativa o ya una radical indeterminación?

Mies apela a un habitar que, como él mismo lo expresa, permita el desarrollo del espíritu, que logre conectar con el habitante sin dejar de ser universal. En su traslación al espacio y a la misma función pareciera entender que esta idea etérea requiere de un enfrentamiento con el vacío, con la nada, que conduzca a una auto-realización. Un espacio que por su misma ingravidez evite la reminiscencia a cualquier actividad reconocida, a casi cualquier rastro de cultura y se mantenga suspendido en una nada, que debe ser poco a poco invadida por las cualidades propias del habitante. En resumen, se trata de liberar al espacio de cualquier connotación y referencia para que el mismo pueda ser llenado con la propia voluntad. La concepción de Mies trasciende la “flexibilidad” para avanzar hacia una neutralidad funcional. (Plouganou, 2020, p. 179)

Quizá la clave de la indeterminación funcional radique en la propia espacialización. Porque lo que es claro es que Mies vacía el interior de todo carácter concreto de lugar para confrontar al sujeto con el espacio abstracto, desanclado de los rituales de uso, haciendo de la finalidad de la arquitectura una vivencia extática. La flexibilidad en el uso, en todo caso, sólo es predicable de los lugares concebidos, proyectados e implementados como tales, esto es, como ámbitos concretos y no como espacio abstracto, como esferas pletóricas de vida humana y no con el vaciamiento hacia la nada. La depurada espacialización, según parece, conduce de modo consecuente más que a una neutralidad funcional a una indeterminación allí en un límite en donde la arquitectura no es más que una efusión de un espíritu metafísico. Pero las cosas cambian radicalmente de cariz si en vez del espacio fluido y abstracto se considera el lugar concreto. Es entonces donde la flexibilidad o la holgura, esto es, un dejar hacer a la vida situada, puede arrojar una iluminación conceptual en verdad novedosa.

Hay una cierta virtud en llevar las cosas a sus límites de sentido. El buscar la más radical de las flexibilidades funcionales a costa de vaciamiento de las significaciones propias del lugar habitado revela que sólo es en el espacio abstracto en donde esta flexibilidad termina por devenir en una pura indiferencia. Pero, a la vez, permite entender que los lugares que deben ser cultivados y amparados por la arquitectura deben guardar una prudente holgura, una histórica generosidad que mitigue los rigores de las falaces determinaciones rígidas de los ámbitos ad hoc. También se entiende ahora que la arquitectura no es un arte del espacio, sino una actividad social de producción de amparos a lugares concretos y que el vacío espacializador es, en definitiva, una acción impropia de la razón arquitectónica.

La cuarta noción connotada es denominada como conectividad, aunque bien pudiera caracterizarse también como legibilidad funcional. En esta acepción aparece un importante componente de sentido porque no puede entenderse el uso y la finalidad sin considerar las significaciones que preanuncian y promueven las distintas funciones operativas inscritas en el mundo habitado. Es que poblamos un mundo de acciones en un contexto dado que les atribuye significación y coherencia no sólo a la implementación puntual y operativa de los útiles, sino que confiere coherencia al sentido estructurado por las ceremonias y rituales de los usos.

La “conectividad” refiere tanto a la vinculación entre los diferentes ambientes dentro de un edificio como a los elementos que la hacen posible, generando en este proceso una interacción entre los usuarios, y provocando, en algunas circunstancias una secuencia de significados. Este “relato” activo, que es parte inherente de su esencia, va a servir también de alimentación para los modos en que la función se expresa y se comunica. Pero además de esto la “conectividad” incluye la propia separación de actividades del programa, que tienen un inevitable impacto en las relaciones entre los propios usuarios, ya sean estas deseadas o no. Se podría decir que el problema de la “conectividad” no es sólo intrínseco a la arquitectura, sino también a la sociedad y a la cuestión cultural propia de esta. A través de ella se teje un hilo de conceptos que tratan sobre el modo en que las personas se aproximan a los edificios, los interpretan y los experimentan a través de sus funciones. (Plouganou, 2020, p. 196)

La “conectividad” refiere tanto a la vinculación entre los diferentes ambientes dentro de un edificio como a los elementos que la hacen posible, generando en este proceso una interacción entre los usuarios, y provocando, en algunas circunstancias una secuencia de significados. Este “relato” activo, que es parte inherente de su esencia, va a servir también de alimentación para los modos en que la función se expresa y se comunica. Pero además de esto la “conectividad” incluye la propia separación de actividades del programa, que tienen un inevitable impacto en las relaciones entre los propios usuarios, ya sean estas deseadas o no. Se podría decir que el problema de la “conectividad” no es sólo intrínseco a la arquitectura, sino también a la sociedad y a la cuestión cultural propia de esta. A través de ella se teje un hilo de conceptos que tratan sobre el modo en que las personas se aproximan a los edificios, los interpretan y los experimentan a través de sus funciones. (Plouganou, 2020, p. 196)

La “conectividad” refiere tanto a la vinculación entre los diferentes ambientes dentro de un edificio como a los elementos que la hacen posible, generando en este proceso una interacción entre los usuarios, y provocando, en algunas circunstancias una secuencia de significados. Este “relato” activo, que es parte inherente de su esencia, va a servir también de alimentación para los modos en que la función se expresa y se comunica. Pero además de esto la “conectividad” incluye la propia separación de actividades del programa, que tienen un inevitable impacto en las relaciones entre los propios usuarios, ya sean estas deseadas o no. Se podría decir que el problema de la “conectividad” no es sólo intrínseco a la arquitectura, sino también a la sociedad y a la cuestión cultural propia de esta. A través de ella se teje un hilo de conceptos que tratan sobre el modo en que las personas se aproximan a los edificios, los interpretan y los experimentan a través de sus funciones. (Plouganou, 2020, p. 196)

La “conectividad” refiere tanto a la vinculación entre los diferentes ambientes dentro de un edificio como a los elementos que la hacen posible, generando en este proceso una interacción entre los usuarios, y provocando, en algunas circunstancias una secuencia de significados. Este “relato” activo, que es parte inherente de su esencia, va a servir también de alimentación para los modos en que la función se expresa y se comunica. Pero además de esto la “conectividad” incluye la propia separación de actividades del programa, que tienen un inevitable impacto en las relaciones entre los propios usuarios, ya sean estas deseadas o no. Se podría decir que el problema de la “conectividad” no es sólo intrínseco a la arquitectura, sino también a la sociedad y a la cuestión cultural propia de esta. A través de ella se teje un hilo de conceptos que tratan sobre el modo en que las personas se aproximan a los edificios, los interpretan y los experimentan a través de sus funciones. (PLOUGANOU, 2020, p. 196)

En esta asunción del concepto de función se anticipa la conjetura de la conformación nuclear de una estructura subyacente de significaciones que vertebra las figuras arquitectónicas del uso. “[…] lo que permite el uso de la arquitectura (pasar, entrar, pararse, subir, salir, apoyarse, etc.), no solamente son las funciones posibles, sino sobre todo los significados vinculados a ellas, que me predisponen para el uso funcional.” (Eco, 1968, p. 256). En cierta forma se consigna aquí la precedencia de la significación de la figura de uso por sobre la estructura práctica de la operación. El aprendizaje de la implementación utilitaria de los componentes arquitectónicos conforma la adquisición de un lenguaje, de un mecanismo mental de desciframiento de códigos culturales que desbordan el puro mecanicismo.

Llegados a este punto es significativo apreciar cómo las nociones de conectividad y legibilidad utilitaria iluminan tenue pero decididamente en una dirección que consigue trascender tanto el mecanicismo burdo como el utilitarismo pragmático. Conviene entonces detenerse en la noción lecorbusierana de plan, esto es, una suerte de designio interior que vertebra la forma arquitectónica en los recorridos, de donde proviene una decisiva aprehensión emocional de la arquitectura.

El problema de la función en Le Corbusier, la cual encuentra su lugar en el desarrollo del plan, no gobierna la obra en su totalidad, como sí lo esperaría Häring; pero al mismo tiempo el plan resulta la herramienta idónea para resolver los recorridos, esa “esencia de la sensación” a la que el autor refiere. La necesidad de un plan que garantice la correcta circulación es parte de la economía, al mismo tiempo que es la experiencia propia del recorrido. (PLOUGANOU, 2020, p. 223)

Con esta intuición profunda de un designio interno que gobernaría la consumación emocional de la realización arquitectónica nos situamos en el umbral del valor de la practicabilidad, esto es, en una noción que hace del habitar humano una acción finalista y determinante sintética de la forma arquitectónica. Pero para que tal noción pudiera eclosionar con toda su potencia conceptual debería haberse superado el obstáculo epistemológico de considerar a la habitación apenas una función, cuando en realidad constituye una finalidad. A la crítica de la concepción del habitar como función se le debe dedicar un cierto intervalo de esfuerzos reflexivos.

LA HABITACIÓN COMO FUNCIÓN

En el pensamiento funcionalista de los urbanistas modernos se opera una explícita reducción del concepto de habitar hacia la idea de residir o alojarse. De esta manera, una finalidad omnipresente allí donde cualquier sujeto tenga presencia y población es transformada en el uso de una instalación ad hoc. A la vez se opera en una clara y reduccionista segmentación en cuatro “funciones” en donde a cada una de ellas corresponde una implementación utilitaria y un reservorio diferencial de referencia. Así, habitar se convierte en un específico residir en viviendas agrupadas en zonas diferenciadas de la ciudad; trabajar es un propósito que se lleva a cabo en lugares destinados a estos efectos en otra región de la ciudad; distante por cierto de otras regiones e instalaciones destinadas a recrearse o cultivarse, entendidas estas actividades también como usos; por fin, de una a otra porción segmentada de la ciudad, los urbanitas se aplican a circular raudos y fluidos de los lugares de producción a los del consumo y a los de reproducción social. La operación urbanística, en resumen, se aplica a una meticulosa segregación funcionalista en la forma urbana.

Las bases del urbanismo son las cuatro funciones: Habitar, Trabajar, Recrearse (Horas libres), (Circular CARTA DE ATENAS, 1933, párrafo 77)

La suma de las operaciones conceptuales necesarias para alcanzar tal declaración surge como emergencia sensata y esperable de una mirada icariana del urbanista sobre su objeto a examinar. Puesta la ciudad sobre el tablero, apreciada desde las alturas donde medra el poder, la tarea inmediata parecer haber sido cartografiar por sobre una realidad tumultuosa, contradictoria e insana. Guardando ciertas precisas distancias, la reducción, segmentación y segregación funcionales son mecanismos operatorios que se tuvieron por aptos y oportunos para conseguir una cierta legibilidad en el desmadre generalizado de la ciudad del capitalismo desarrollado.

Porque la acción urbanística moderna aspira, en todo caso, a la consecución de “legibilidad, visibilidad, inteligibilidad” (Delgado, 2018, p. 66). El funcionalismo arquitectónico, así, resulta funcional… al poder político, social y económico que encontrará, en el mejor de los casos, orientaciones generales para operar sobre la complejidad de lo urbano:

“Los Planes determinarán la estructura de cada uno de los sectores destinados a las cuatro funciones base, y fijarán su emplazamiento respectivo en el conjunto.” (CARTA DE ATENAS, 1933, párrafo 78)

Vistas las cosas con perspectiva histórica, habría que meditar sobre las muy especiales condiciones políticas en que planes así formulados pudieran afectar de modo decisivo la vida concreta de las ciudades. Porque no se trata de sobresimplificaciones ingenuas ni de insuficiencias conceptuales para afrontar cursos de acción, sino de un modo de concebir la realidad urbana y de realizar una práctica profesional concreta. La funcionalización segmentadora del Plan urbanístico es la expresión patente del afán de un dominio determinista, por parte del poder y de sus oficiantes tecnocráticos, por sobre la opacidad compleja de la vida social en la ciudad realmente existente.

Es especialmente significativo detenerse a considerar el modo en que es entendida la vida social en la ciudad, contemplada desde la perspectiva icariana y funcionalista:

El ciclo de las funciones cotidianas: habitar, trabajar, recrearse (recuperación) será reglamentada, por el urbanismo, en la economía de tiempo más estricta, siendo considerada la habitación como el centro mismo de las preocupaciones urbanísticas y el punto de conjunción de todas las medidas. (CARTA DE ATENAS, 1933, párrafo 79)

Mientras que en la primera mitad del párrafo no se ahorra ningún afán de dominio tecnocrático —ni aún un gesto distópico, todo hay que decirlo—, en la segunda se desliza una afirmación, que en muy otro contexto podría bien ser la consigna de un urbanismo realmente sensato. Porque lo que rechina en esta formulación es la asunción abusiva de la habitación como función. Parece que la noción imprecisa de función se volvió una suerte de losa que impidió el crecimiento efectivo de una comprensiva teoría urbana y un desarrollo consecuente de la intervención urbanística.

Oprimida por esta losa, la concepción de la misma ciudad no hace otra cosa que reafirmarse como una “unidad funcional”. El complejo fenómeno humano, social y económico urbano se ve reducido a una figura tan inteligible como mendaz, tan legible como ilusoria, tan comprensible como una obediente instalación fabril. Es la representación de la ciudad en donde brilla por su ausencia tanto su contextura concreta como su constitución heteróclita y contradictoria: el mapa sueña entonces su territorio.

La ciudad. definida entonces como una unidad funcional deberá crecer armoniosamente en cada una de sus partes disponiendo espacios y ligazones donde puedan inscribirse, en el equilibrio, las etapas de su desarrollo. (CARTA DE ATENAS, 1933, párrafo 84)

En esta sentencia se condensa toda la historia del pensamiento urbanístico moderno tal como fue efectivamente desarrollado desde el Renacimiento. En el fondo, ya no se trata de transformar la ciudad real, sino de proponer una idealización operativa y obediente al ejercicio simbólico del poder. La ciudad se concibe desde la demanda sociopolítica de inteligibilidad. Y esta inteligibilidad no es tanto un conocimiento riguroso de la realidad efectiva de la vida urbana, sino un deber ser que opera como consigna de la acción política y tecnocrática planeando desde las alturas del afán de dominio.

Es de hacer notar que la reducción del concepto de habitación a una función no es una simple sobresimplificación, sino una operación tecnócrata y pragmática, dado que, si el habitar se concibe como una pura función de residir, la configuración funcional que la expresa es la vivienda. Así es que se resignifica, en un contexto de acción urbanística, la anterior asunción que la habitación constituye el centro u origen de la operación arquitectónico-urbanística: se urbaniza desde la promoción y construcción de unidades funcionales de residencia. Pero como la habitación es apenas una función y esta tiene puntual y diferencial ocurrencia en las unidades de residencia, a la rica complejidad de la vida urbana del barrio realmente existente se la sustituye por la funcional agrupación de células residenciales a título de conjuntos habitacionales.

El punto de partida del urbanismo es una célula de habitación (una vivienda) y su inserción en un grupo formando una unidad de habitación de dimensión eficaz. (CARTA DE ATENAS, 1933, párrafo 88)

En estas breves líneas se condensa tanto el pensamiento funcionalista urbanístico, así como se define un modus operandi para la segregación socio residencial que llevará a cabo la iniciativa privada inmobiliaria. Los conjuntos habitacionales no son sólo agregados de viviendas semejantes concebidas y realizadas en un único acto de concreción material, sino que se destinan al asentamiento de poblaciones también cuidadosamente seleccionadas por su semejanza socioeconómica. El cierre arquitectónico del gesto constructivo unificador resulta entonces en un enclaustramiento de un agregado social de pobladores de similar condición socioeconómica que en el ejercicio de su residencia se segregan nítidamente del vecindario. La ciudad realmente existente comienza a devenir, de tal suerte, en un archipiélago de unidades residenciales diferenciadas y su compacidad compleja cede lugar a la urbanización difusa.

La reducción de la idea de habitar a la de residir, aunada con la asunción de la primera como una “función” confusamente definida, no sólo ha informado a la teoría urbanística del siglo XX. Ha constituido asimismo una herramienta operativa para las prácticas empresarias inmobiliarias que han llegado a configurar nuestras ciudades tal como se presentan en la actualidad, asediadas por un devenir urbanizaciones segregadas, difusas y problemáticamente articuladas. Pero es en el presente contexto en donde se comienzan a percibir tanto las inconsecuencias conceptuales como las anomalías concretas en el funcionamiento efectivo de la vida urbana, es entonces en donde tiene efectiva emergencia una Teoría del Habitar que conteste al funcionalismo a la vez que ofrezca alternativas pragmáticas al ejercicio urbanístico hegemónico.

LA DECONSTRUCCIÓN DEL FUNCIONALISMO EN LA TEORÍA DEL HABITAR

Una Teoría del Habitar puede fundamentarse en una deconstrucción teórico conceptual de la idea compleja de función. El nivel superior y sintético de toda función es el de la finalidad que se manifiesta en la forma propiamente dicha: El primer postulado de una Teoría arquitectónica del Habitar es que la finalidad especialmente definitoria de la forma arquitectónica es el habitar las personas y los grupos sociales, en toda circunstancia. Este habitar, en tanto finalidad que es manifestación del ser situado del ser humano, debe ser peculiarmente esclarecido, estudiado y categorizado. Por debajo de este nivel superior, en un estrato intermedio, se encuentra el uso que es la implementación concreta en ceremonias, rituales y manipulaciones de objetos o sistemas de objetos útiles. Las configuraciones utilitarias deben ser objeto de una específica indagación antropológica. Por fin, en el estrato jerárquicamente inferior y claramente especificado en su carácter mecánico, se encuentra la función operativa, materia de indagación antropométrica y ergonómica específica.

La revisión histórico-crítica del pensamiento y discurso funcionalista muestra que, a pesar de la interposición de todo tipo de obstáculos epistemológicos e insuficiencias conceptualizadoras, el pensamiento arquitectónico pudo alumbrar un conjunto inconexo de intuiciones clarividentes sobre la materia en cuestión. Si hoy se puede edificar históricamente una remozada Teoría del Habitar es a causa de una preocupación milenaria por la utilitas arquitectónica y, también, por la crisis del funcionalismo moderno. Porque es cierto que ya Filarete había intuido que la clave reflexiva arquitectónica radica en la efectiva constitución del cuerpo humano y su acción. Asimismo, es justa la pretensión del funcionalismo mecanicista de que, en cierto sentido, la arquitectura debe funcionar, aunque no es del todo cierto que lo deba hacer meramente en el plano operativo. También es oportuna y acertada la defensa de Aalto de un funcionalismo humano más que mecánico. Y es clarividente la intuición de Le Corbusier de entrever un designio interior en la forma arquitectónica, de carácter humano, aunque no exclusivamente emocional, sino existencial…

La deconstrucción de la razón funcionalista conduce a girar la reflexión hacia la premisa mayor de que la habitación no es una función de uso ni menos aún es una función operativa, sino que constituye una finalidad humana precedente a toda empresa arquitectónica. “No habitamos porque hemos construido, sino que construimos y hemos construido en la medida en que habitamos, es decir, en cuanto somos los que habitan” (Heidegger, 1954/1994, p. 110). El habitar es un hecho emergente de la condición humana situada y tiene naturaleza vincular, social y cultural, entre sujetos complejamente configurados y lugares no menos complejamente articulados. Se habita en cualquier circunstancia en que un ser humano haga presencia y población. De ello se infiere que una Teoría del Habitar no puede ser otra cosa que una tentativa hermenéutica que indague no sólo en la observación de las conductas situadas del ser humano, sino que también escudriñe en el sentido que estas adopten para los sujetos involucrados.

Esta asunción lleva a revisar la naturaleza social de la actividad arquitectónica. En efecto, la arquitectura no sería ya el arte y la técnica de construir edificios, que es, en todo caso, lo que hacen los arquitectos, sino más bien un modo social de producción de transformaciones formales y materiales en el ambiente motivadas por la habitación humana. Se trata de un servicio social complejo emergente de la condición situada del ser humano. Esto presenta al habitar como materia de una ciencia antropológica que debe ilustrar a la arquitectura para la consecución finalista de la situación adecuada, digna y decorosa de las personas en los lugares. Por ello, el ejercicio profesional de la arquitectura y del urbanismo apenas si constituye una parte de un complejo social productivo.
La Teoría del Habitar promueve una arquitectura que no se restrinja ya a proyectar y construir cosas, sino a promover y amparar las relaciones entre las personas y los ámbitos construidos. Esto entraña un compromiso ético específico: en el centro de todos los desvelos profesionales no está “la obra”, sino las personas que allí habitan. También promueve un urbanismo que apueste a reconocer el potencial de la propia vida urbana apreciada desde una perspectiva próxima y solidaria: una mirada sobre lo urbano que comparta las visiones de los urbanitas de a pie y se comprometa con su destino. En esta opción, el habitar deja de ser una falaz reducción al puro residir para constituir una efusión de la vida humana situada por todos los rincones y reductos urbanos.

Las anteriores consideraciones conducen, por su parte, a un esbozo de naturaleza metodológica. Así, la Teoría del Habitar apostaría a conocer, respetar y promover las formas genuinas del habitar humano para luego contornear estos designios con unos holgados amparos ambientales. Esto implica tentar la conjetura del obrar de una ley interior, de una arquitectura preexistente de la vida que informaría a una consecuente y cordial arquitectura construida. Se alcanzaría así la consecución de una arquitectura como humanismo práctico, esto es, un dejar hacer virtuoso a los gestos del cuerpo en el lugar habitado. Si se verificaran tales extremos, una arquitectura informada rigurosamente por la Teoría del Habitar podría asumir un papel sociopolítico emancipador: el habitante podría, por fin, respirar hondo y a sus anchas por los ámbitos diseñados según sus propias dimensiones y condición humanas.

En todo caso, la Teoría del Habitar constituye un marco en donde desarrollar una disciplina antropológica integral. Esto porque debe abrir espacios al cultivo de conocimientos y conceptualizaciones rigurosas que oficien de sustento epistemológico sólido y firme. Tiene, asimismo, que desplegar un examen metódico de las prácticas sociales del habitar, lo que implica no sólo un estudio descriptivo, sino también un meticuloso análisis ético y político de tales prácticas. Por fin, también debe abundar en el intrínseco carácter productivo del habitar humano, con todas sus implicaciones artísticas y estéticas. En suma, esta Teoría debe edificarse como una operativa forma de humanismo en torno a la condición situada del ser humano.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Aalto, A. (1970 / 1977). La humanización de la arquitectura. Barcelona: Tusquets.

Casanova Berna, N. (2008). Arquitexturas. Escritos de Teoría de la Arquitectura. Montevideo: CSIC UDELAR.

CIAM Congreso Internacional de Arquitectura Moderna. (1933). Carta de Atenas. Obtenido de https://www.academia.edu/17323494/CARTA_DE_ATENAS

de Zurko, E. (1958). La teoría del funcionalismo en arquitectura. Buenos Aires: Nueva Visión.

Delgado, M. (2018). El urbanismo contra lo urbano. La ciudad y la vida urbana en Henri Lefebvre. REVISTARQUIS. Revista de arquitectura de la universidad de Costa Rica, 7(1), 65-71.

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Giedion, S. (1948 / 1978). La mecanización toma el mando. Barcelona: Gustavo Gili.

Heidegger, M. (1954/1994). Construir, habitar, pensar. En M. Heidegger, Conferencias y artículos. Barcelona: Del Serbal.

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Plouganou, D. (2020). Concepciones de la función en la Arquitectura Moderna. Madrid: Tesis doctoral. Universidad Politécnica de Madrid. Escuela Técnica Superior de Arquitectura. doi:https://doi.org/10.20868/UPM.thesis.66645

Vitruvio (s.f.). Los diez libros de Arquitectura. Madrid: Alianza Editorial.

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