Cuaderno Urbano Nº32 | Año: 2022 | Vol. 32
ARTÍCULO
La convivialidad pacificada. El impacto de los despliegues de fuerzas de seguridad focalizados en la convivialidad de los barrios populares de CABA (2016-2019)
Peaceful conviviality. The impact of the deployment of security forces focused on the conviviality of the popular neighborhoods of CABA (2016-2019)
Convivência tranquila. O impacto da implantação das forças de segurança focadas no convívio dos bairros populares da CABA (2016-2019)
Joaquín Zajac
Sociólogo (UBA). Magíster en Antropología Social (IDES-IDAES). Becario doctoral CONICET con lugar de trabajo en el Instituto de Investigaciones Gino Germani (UBA). Doctorando en Ciencias Sociales (Facultad de Ciencias Sociales, UBA). Integrante del Observatorio de Adolescentes y Jóvenes (UBA), el Núcleo de Estudios de Violencia y Muerte (IDAES-UNSAM) y del grupo de trabajo CLACSO “Violencias, Políticas de Seguridad y Resistencias”. Instituto de Investigaciones Gino Germani (UBA).
joaquinz@gmail.com
Resumen
El artículo busca dar cuenta del impacto que han tenido los operativos focalizados de Gendarmería en barrios populares informales1 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires entre 2016 y 2019, en tanto “contextos de convivialidad”. A partir de un trabajo de campo etnográfico2 con gendarmes y entrevistas a vecinos, referentes comunitarios y operadores de programas estatales, sostengo que estos despliegues han contribuido a configurar en estos barrios una forma particular de convivialidad (la “convivialidad pacificada”), y se han erigido como tecnología para la puesta en orden de los territorios populares informales, acotando márgenes de acción para los grupos subalternos en su lucha por el acceso y uso del espacio, reforzando procesos de fractalización social y simbólica previos y contribuyendo al confinamiento y control de las diferencias culturales.
Palabras clave
Convivialidad; pacificación; gendarmería; barrios populares informales.
Abstract
This article aims to account the impact that the focused Gendarmerie´s operations of had in informal popular neighborhoods of the Autonomous City of Buenos Aires between 2016 and 2019 as “contexts of conviviality”. Based on an ethnographic fieldwork with gendarmes and interviews with neighbors, community activists and operators of state programs, I argue that these deployments have contributed to configure these neighborhoods as a particular form of conviviality (the “Peaceful conviviality”). Also, them have become a relevant technology for putting these informal popular territories in order, limiting margins of action for subordinate groups in their struggle for access and use of space; reinforcing previous processes of social and symbolic fractalization; and contributing to the confinement and control of cultural differences.
Keywords
Conviviality; pacification; gendarmerie; popular neighborhoods.
Resumo
O artigo busca dar conta do impacto que as operações direcionadas da Gendarmaria tiveram nos bairros populares informais da Cidade Autônoma de Buenos Aires entre 2016 e 2019 como “contextos de convivialidade”. Com base em um trabalho de campo etnográfico com gendarmes e entrevistas com vizinhos, ativistas da comunidade e operadores de programas estaduais, eu argumento que essas implantações têm contribuído para configurar nesses bairros uma forma particular de convivialidade (o “Convivialidade pacificada”), e se tornaram como uma tecnologia para ordenar os territórios populares informais, limitando as margens de ação dos grupos subalternos na luta pelo acesso e uso do espaço; reforçando processos anteriores de fractalização social e simbólica; e contribuindo para o confinamento e controle das diferenças culturais.
Palavras-chave
Convivialidade; pacificação; gendarmaria; bairros populares.
DOI: https://doi.org/10.30972/crn.32325954
Introducción
En este artículo busco hacer un aporte a los estudios sobre despliegues policiales focalizados en zonas de segregación de la pobreza urbana. Los despliegues de fuerzas de seguridad focalizados en territorios populares son una política que ha cobrado gran relevancia de forma reciente en toda la región latinoamericana (Frühling, 2012), siendo Brasil y en particular la ciudad de Río de Janeiro el caso de mayor repercusión pública y académica al respecto. En esta ciudad, tienen lugar desde 2008 las “Unidades de Policía de Pacificación” (UPP), que diversos autores han analizado tanto por las rupturas que representaron en comparación con las modalidades de intervención policial previamente existentes —“irrupciones” violentas a cargo de batallones tácticos militarizados— como por sus continuidades en términos de niveles considerables de violencia estatal y violación a los derechos fundamentales (Franco, 2020). Pero también, desde este campo de estudios se han abordado otras problemáticas. En especial, los vínculos de esta política con distintas cuestiones de política urbana. Así, en el marco de los llamados “megaeventos” deportivos de 2014 y 2016, las UPP aparecían como un elemento clave para la promoción pública y privada de Río de Janeiro como “ciudad segura”, potencial receptora de inversiones del mercado inmobiliario global (Silva de Oliveira, 2018), lo que ha tenido importantes consecuencias para la vida de las poblaciones de estos barrios. Algunos ejemplos son el avance en la regularización de tierras y arancelamiento de servicios públicos, en paralelo con el aumento del valor de inmuebles y precio de los alquileres, que ha conducido a una “gentrificación silenciosa” de las favelas (Pacheco de Oliveira, 2014). Asimismo, la promoción de visitas turísticas es analizada en términos de un incipiente proceso de “folclorización de la pobreza” (Machado, 2010), en concurrencia con la represión cotidiana de diversas expresiones culturales señaladas por las autoridades como “no civilizadas”, que afectan en particular a los jóvenes (Franco, 2020).
En Argentina es posible identificar una primera experiencia de este tipo en 2003 en algunos barrios del conurbano bonaerense (KESSLER, 2012). Sin embargo, el salto cuantitativo y cualitativo se produjo en 2012 con los “Cuerpos Policiales de Prevención Barrial” y se institucionalizó parcialmente con el “Programa Barrios Seguros”, en 2016 (ZAJAC, 2021). En estas políticas participaron tres de las cuatro fuerzas federales de seguridad: la Policía Federal3, la Prefectura Naval y la Gendarmería4. Los trabajos de investigación locales sobre estos despliegues focalizados se centraron mayormente en sus consecuencias en términos de aumento de la vigilancia, captura penal, violencia policial/institucional y violaciones a los derechos humanos (TELLERÍA, 2018; PITA ET AL., 2019). Existe mientras tanto una vacancia de antecedentes que indaguen cómo en barrios en los que anteriormente la policía ingresaba mayormente de forma esporádica y violenta (MAC COLMAN, 2020) estos despliegues han afectado en un sentido amplio las dinámicas sociales. El artículo, por tanto, se enmarca en un esfuerzo de investigación de más largo aliento en el que abordé los despliegues policiales focalizados como tecnologías de gobierno (FOUCAULT, 2010) para espacios y poblaciones populares representados por los discursos públicos como “en los márgenes” del Estado (DAS Y POOLE, 2008). En investigaciones previas (GUEMUREMAN Y ZAJAC, 2020; ZAJAC, 2020, 2021), ha sido nodal para la construcción de mi objeto de investigación la perspectiva de la “pacificación”. Concepto originado en el discurso militar que se remonta a la época romana y llega hasta la actualidad, pasando por los imperios coloniales, en términos teóricos, la perspectiva supone concebir las distintas aristas de la acción estatal que se suelen pensar como opuestas (“militar”/” policial”, “represiva/ “social”, “destructiva”/ “constructiva”) como extremos de un mismo proceso continuo de imposición y mantenimiento de la “paz”, como precondición del funcionamiento del mercado y la acumulación capitalista (NEOCLEOUS, 2016).
En el presente trabajo, me centro en describir y analizar la forma en que los despliegues policiales focalizados de Gendarmería en barrios populares informales3 del sur de CABA han incidido en algunas de estas “otras dimensiones” de la actividad policial, en particular, aquellas vinculadas con la “convivialidad” urbana (SEGURA, 2019). Entre otras cuestiones, este último concepto remite en primer lugar al problema de los “ordenes urbanos” vigentes en distintas zonas de la ciudad, es decir, a las reglas y normas (no siempre explícitas) efectivamente vigentes para usarla y convivir en ella (DUHAU Y GIGLIA, 2008). Asimismo, la convivialidad refiere no solo a los órdenes urbanos establecidos, sino a los márgenes de agencia y resistencia que tienen en cada “contexto” los sectores subalternos para intentar desestabilizarlos (SEGURA, 2019). Por último, la convivialidad refiere al problema de los “límites”. Tanto a los “límites” sociales”, es decir, a las diferencias y desigualdades en la distribución, apropiación y uso de recursos materiales, asociados al hábitat y al espacio (LAMONT Y MOLNAR, 2002), como a los “límites simbólicos”, aquellos que delinean ciertas “cartografías” de la ciudad, los valores y sentidos diferenciales otorgados a distintos lugares y los tipos de actores y prácticas habilitadas/esperables en cada cual (SEGURA, 2019).
En suma, en este artículo, recuperando la perspectiva de la pacificación previamente enunciada, reúno y analizo bajo la noción de “convivialidad pacificada” distintas situaciones que dan cuenta de cómo en espacios de pobreza e informalidad urbana alcanzados por despliegues focalizados de fuerzas de seguridad los mecanismos de resolución de conflictos socioespaciales y los equilibrios de fuerza de estos conflictos pueden verse afectados.
Los apartados del artículo se apoyan en la reconstrucción de aquello que Max Gluckman denomina “situaciones sociales”. Estas situaciones, reconstruidas a partir de la observación y comparación de numerosos eventos ocurridos en el trabajo de campo, permiten abstraer de cada contexto social cuestiones como la estructura social, las relaciones sociales y las instituciones (Gluckman, 1987, p. 2). Cada apartado comienza con el relato de una “escena” significativa, en la que pueden visualizarse distintas dimensiones del impacto que ha tenido la presencia y actividad de gendarmes en la convivialidad de los barrios populares informales del sur de la CABA. Esto no significa que dichas escenas sean las únicas situaciones en las que esas cuestiones se hayan puesto de manifiesto, pero sí que son aquellas que permiten apreciarlas con mayor claridad y profundidad.
En el primer apartado, se describe y analiza el rol de la fuerza en la vigilancia de espacios abiertos sin construir, con su correspondiente redefinición de los límites entre las llamadas “tierras de nadie” desreguladas y el “espacio público”, vigilado e intervenido. En el segundo apartado, describo y analizo la forma en que se gestionan disputas por el espacio construido (las viviendas), así como la forma en que dicha gestión afecta los límites tanto sociales como simbólicos entre grupos sociales “establecidos” y “marginados” en los barrios. Finalmente, en el tercer y último apartado, doy cuenta de la manera en que Gendarmería participa de la regulación de eventos en el espacio público en particular, de los eventos de las comunidades migrantes, con una serie de efectos relevantes en la regulación de dichas comunidades, tanto en un aspecto securitario como en uno cultural.
En cuanto a la metodología del artículo, se apoya en un diseño cualitativo, con alcance descriptivo. Los materiales de análisis fueron obtenidos, en primer lugar, a partir de un trabajo de campo etnográfico4 con efectivos de Gendarmería y referentes territoriales afines a la fuerza, en dos barrios populares del sur de CABA entre 2016 y 2017. En una segunda etapa, complementé dicho trabajo de observación con entrevistas a operadores de programas estatales, referentes comunitarios, vecinos y vecinas entre 2018 y 20195.
Más allá de la importancia del criterio “de oportunidad” y el empleo de una estrategia de “bola de nieve” para garantizar el acceso a instancias de observación y entrevistas, cabe señalar que limité la ubicación de estas a dos contextos geográficos de indagación específicos. La selección de ambos territorios respondió a una estrategia de muestreo dirigido. Se trata de dos espacios en los que Gendarmería se ha mantenido operativa de forma ininterrumpida desde 2011, lo que permite realizar una lectura diacrónica. Además, uno de los barrios era considerado como el más “tranquilo” por la fuerza, mientras que el otro era identificado como el más “peligroso”. Esta distinción me permitía comparar modalidades diferenciales de despliegue y actividad que se llevaron a cabo en distintos contextos. Para delimitar las zonas geográficas tomé como criterio la “zona de responsabilidad” de dos “Unidades de Prevención Barrial” de Gendarmería, esto es, las divisiones de la fuerza abocadas específicamente a los barrios populares informales. En primer lugar, la “UPB 1-11-14”, cuya jurisdicción alcanzaba no solo a la propia villa “Padre Rodolfo Ricciardelli” (ex 1-11-14), sino también a los complejos habitacionales “Illia”, “Rivadavia I”, “Rivadavia II” y “Juan XXIII”.
Mapa 1. Jurisdicción de la UPB 1-11-14
Fuente: Google Maps
Por otro lado, la “UPB Fátima”, que comprende las villas “Fátima/Villa 3”, “Calacita”, “Los Piletones”, “Ramón Carrillo”, “La Esperanza”, “Los Pinos” y “La Veredita”.
Mapa 2. Jurisdicción de la UPB Fátima
Fuente: Departamento Cartografía. Dirección General de Estadística y Censos. Ministerio de Hacienda – GCBA
De “tierras de nadie” a “espacios públicos”: la “puesta en orden” del espacio sin construir en los barrios populares
El rol de los gendarmes en disputas por la tierra me interesó desde el principio de mi investigación. Sin embargo, la primera situación en la que pude ver directamente el papel de la fuerza ante este tipo de conflictos ocurrió a unos seis meses de iniciado mi trabajo de campo, en agosto de 2016. En esa jornada, acompañé a tres efectivos a una “toma de tierra” que había sido denunciada por una referente barrial de “buena relación” con la fuerza6. Según la denunciante, un grupo de personas había “intrusado” un terreno en el que el gobierno de la ciudad se había comprometido a construir una plaza. Cuando llegamos a la toma, supe que la situación era en verdad más compleja. Los ocupantes afirmaban que un vecino había pagado a dicha referente por la “compra” informal del terreno, y que ellos ocupaban, “en defensa de la plaza”. El terreno estaba dividido en dos. Una parte estaba escondida detrás de una pared muy alta y otra abierta, en la que se veía a un puñado de jóvenes con carpas “iglú” de plástico. En el otro terreno había, según me dijeron los gendarmes, unas 60 familias instaladas, que reclamaban ya no solo impedir la venta informal del terreno, sino también por acceso a una vivienda.
Al acercarme al lugar, pude ver saliendo del predio a dos funcionarios de una “defensoría” pública. Uno de ellos se acercó al efectivo y le pasó su teléfono. Según el oficial de Gendarmería, la orden del fiscal era que quedara instalada allí una “consigna” que vigilara que nadie entrase a la toma, ni tampoco materiales de construcción. También, que buscaran “identificar” a quienes estaban ocupando y constatar con la oficina de Inteligencia si se trataba de “gente con experiencia” o vinculada con actividades ilegales, como el narcotráfico. Según él, este era un procedimiento rutinario ante este tipo de eventos. Se hace un “cerco”. Si amerita, se llama a las “Unidades Móviles” —cuerpo táctico especializado en disuasión de manifestaciones públicas—. Si hay niños/as se complejiza el procedimiento, porque hay que “amparar sus derechos”, teniendo que buscar primero un lugar donde llevarlos. También se debe traer un flete para llevar las pertenencias de los ocupantes. Para los gendarmes, los ocupantes conocen esta normativa y por eso ocupan los predios con niños/as, carpas y pertenencias, para que “no sea tan fácil desalojar”. Por la radio, mientras el patrullero se dirigía de vuelta a la “base” general de Gendarmería, pude escuchar que el jefe mismo de CABA se dirigía a la toma, para supervisar personalmente los detalles de la consigna que iba a quedar allí establecida.
En escena se pueden observar similitudes con un acontecimiento que considero bisagra en cuanto a la “convivialidad” urbana de la zona sur, y que retomo en los próximos apartados: la toma del Parque Indoamericano. Esta toma, ocurrida en 2010, se trató de una ocupación masiva de tierras en un espacio público en estado de abandono y degradación en la zona sur, que era, sin embargo, de vital importancia para el esparcimiento de las comunidades migrantes (Canelo, 2013). Como consecuencia de la violenta represión de la toma ordenada por el GCBA y la justicia porteña, y ejecutada por la Policía Federal y la Policía Metropolitana, así como por una serie de enfrentamientos entre grupos de autodenominados “vecinos” y de los ocupantes, la toma finalizó con un saldo de decenas de heridos y tres víctimas fatales. Fue entonces un “operativo de pacificación” ordenado por la justicia, a cargo de Gendarmería y Prefectura, lo que, en parte, consiguió llevar tranquilidad a la toma (“Con la Gendarmería llegó algo de calma”, 2010), al montar ambas fuerzas un “cerco” que separaba a los grupos enfrentados e interrumpía el flujo de personas y materiales de construcción. Esto facilitó a los funcionarios nacionales garantizar ciertas condiciones humanitarias en la toma (baños químicos, agua potable, comida, etc.), así como la realización de un “censo” de los ocupantes, que fue clave para las negociaciones que permitieron desalojar finalmente la toma.
En la escena, se pueden observar elementos que muestran una paulatina rutinización de la estrategia seguida en aquel momento: un procedimiento de cerco y consigna para impedir enfrentamientos y detener el crecimiento de la toma y prevenir que se vuelvan más “complejas” de desalojar; consultas al área de “inteligencia” para saber si están involucrados actores del “crimen organizado”, del mercado informal de tierras o de las organizaciones sociales y políticas; articulación con distintos efectores estatales civiles (Defensoría del Pueblo, Poder Judicial, Área de “Niñez y Adolescencia” del GCBA, etc.). Esta “protección” fuertemente policializada, rutinizada y estricta de algunos espacios vacantes de los barrios contrasta con una imagen ampliamente difundida durante la toma del Indoamericano para referirse no solo a la situación en la que se encontraba el parque en sí, sino gran parte de la “zona sur” de la ciudad: la noción de “tierras de nadie”. Para Arenaza (2014), la “tierra de nadie” es una categoría que se refiere a un estado de plena disponibilidad en la disputa de la tierra urbana:
La tierra de nadie no es un territorio de disposición colectiva, más bien es un territorio sin dueño. (…) Tras el fracaso del Estado (…) en imponer la ley, la “tierra de nadie” representó la posibilidad abierta a todos de “tener todo” (…) una competencia que desbordaba los límites materiales del parque, proyectándose simbólicamente en las fronteras del barrio. (Arenaza, 2014, p. 123)
En este sentido, la proyección de espacios públicos, sin las correspondientes obras de infraestructura, pero con vigilancia activa de Gendarmería y de actores judiciales, aparece en primer lugar como un mecanismo para dificultar la expansión “horizontal” de los barrios populares informales. Mecanismo que ya se había utilizado incluso en el caso del mismo Parque Indoamericano, cuando antes de ser oficialmente “parque” no era más que un conjunto de terrenos baldíos desocupados (Canelo, 2013, pp. 87-88). No obstante, en la escena puede apreciarse cómo en barrios en situación de “convivialidad pacificada” ya no se trata únicamente de frenar su “expansión”. Se ve como el control del espacio se vuelve reticular, las fronteras entre espacios regulados y desregulados se va replegando y se convierten en “microlugares” (Wacquant, 2007) dentro de las grandes áreas de segregación de la pobreza. Modificación que tiene, a su vez, un correlato directo sobre otro conjunto de categorías relevantes: las categorías sociales, de personas y grupos, tal y como veremos en el siguiente apartado.
De “establecidos” y “marginados”. Disputas por las viviendas y los límites sociales y simbólicos entre grupos de los barrios populares informales
La segunda situación que analizo ocurrió en abril de 2017. Se trataba de una denuncia de “usurpación” en una zona de la villa pegada a una autopista. Un departamento en primer piso, en cuya planta baja había un local o depósito con la persiana de metal baja. La escalera al departamento se encontraba apenas pasando una puerta blanca de madera, de apariencia frágil. Al llegar, los tres gendarmes con los que estaba me pidieron —como en la escena anterior— que me quedara enfrente de la camioneta en la que habíamos llegado, lejos de donde estaba ocurriendo la intervención. Pero tal y como ocurrió en el primer caso, la zona finalmente estuvo tranquila durante toda la jornada. Cada cierto tiempo, personas que entraban y salían en vehículo tenían que pedirle al chofer de la camioneta de Gendarmería que la corriera para poder hacerlo, lo que me hizo pensar que este había estacionado allí a propósito, para bloquear la entrada.
Después de un largo rato esperando, el oficial a cargo del procedimiento me permitió acercarme. Pude ver a un grupo de personas que contemplaban la escena en silencio, como a la espera de ver qué ocurría. El oficial a cargo me presentó a un suboficial de mayor edad, que en los hechos era quien verdaderamente estaba a cargo del operativo. Charlaron brevemente sobre cómo se demoró el procedimiento porque costó identificar la casa. En el documento de identidad de la denunciante figuraba “Manzana 3, casa 72”; los vecinos también se referían a la “casa 72”, pero en la puerta figuraba el número “27”. El suboficial dialogaba con el “delegado de manzana”, un referente local a quien le avisó que, en el juzgado, habían tomado la decisión de dejar a la ocupante dentro de la casa por ahora, y que pidiera a la gente que entendiera que “así era la burocracia”, aunque él no estuviera de acuerdo. El hombre se alejó, ofuscado, a hablar con las personas que se habían reunido enfrente de la casa. Según el suboficial, lo fundamental era negociar para evitar “que todo se desmadre”.
La situación, según me contó este gendarme, era que una mujer había vuelto de visitar a una pariente en Paraguay y encontró a otra persona viviendo en su casa. Apenas unos minutos después, el suboficial me contó que desde la fiscalía le habían ordenado entrar y sacar fotos a los electrodomésticos y buscar facturas de compra (para ver si figuraba el nombre de la denunciante), tarea de la que se ocuparía el “cuerpo de pericias”. También, que averiguaran si había “signos de violencia” y si hubo “flagrancia” (es decir, si alguien la había presenciado y quería testificar). En un momento, una mujer del grupo se acercó al gendarme y le dio una hoja con firmas, pidiendo que la mujer denunciante pudiese recuperar su casa. Luego de realizadas las pericias (entraron con una gran cámara de filmación profesional a la casa) y de algunos reclamos efusivos de los vecinos, los gendarmes se fueron sin que hubiera incidentes.
Tiempo después, conversé respecto de esta situación con un comandante de la “Unidad Especial de Procedimientos Judiciales”, dependencia dedicada a realizar tareas de investigación como “auxiliares” de la justicia. El oficial me contó que esos casos eran muy comunes, y que un fiscal conocido se refería a esos procedimientos como de “identificación de los moradores honestos”. Estos últimos eran caracterizados por el comandante como miembros de familias trabajadoras que viven en la villa temporalmente como “trampolín”, para luego mudarse a otra parte. En contraposición, los “usurpadores” aparecían identificados directamente con el narcotráfico: personas “usadas” por narcotraficantes para ocupar casillas y habilitar luego allí bocas de expendio de drogas ilegales. Para identificar a los “honestos”, se recurría, principalmente, a entrevistas con vecinos. Asimismo, la propia casa (los materiales, la pintura, la existencia de muebles y/o electrodomésticos, etc.) podían aportar a la credibilidad que se daba a las denuncias.
Se puede apreciar en primer lugar cómo en la escena antecedente la denuncia a Gendarmería y al Poder Judicial aparece como un recurso para reproducir ciertos “límites sociales” en el barrio. En la lucha por la apropiación del espacio construido, se ve cómo la Gendarmería intervenía a favor de grupos “establecidos”, en el sentido que da a este término Norbert Elias en su estudio sobre comunidades obreras inglesas. Se trata de grupos que llevan más tiempo viviendo en ciertos barrios y, por lo tanto, poseen una mayor cohesión social y capacidad para accionar ciertos mecanismos institucionales de reproducción del poder (Elias, 1998, pp. 231-32). La “damnificada” de la escena era una vecina del barrio, “conocida” integrante de una comunidad migrante, y con “llegada” al “delegado de manzana”, voz legítima privilegiada para gendarmes y funcionarios judiciales. Ambas instituciones buscaban, a la vez que contener posibles desenlaces violentos del conflicto, operar a favor de ella para que recupere su vivienda.
Por otra parte, en dicha actividad Gendarmería y del Poder Judicial operaban en la escena antes relatada no solo en el sentido de reforzar esos límites sociales entre los grupos, sino también sus límites simbólicos. En este sentido, siguiendo a Elias, los “establecidos” se representan y logran instalar una representación de su superioridad social sobre los marginados como diferencias morales (Elias, 1998, p. 32). En la consideración de los gendarmes, los “establecidos” de los barrios son presentados como los “propietarios” que aprovechan su oportunidad de vivir en la ciudad para “concretar la acumulación primitiva de recursos que permita el ascenso social” (Wacquant, 2007, pp. 208-209), y huir de esos territorios degradados. Los “marginados”, mientras tanto, eran englobados bajo una consideración negativa común: “instrumentos del narcotráfico” (consideración que ya había sido ampliamente difundida durante la mencionada toma del Parque Indoamericano), una representación que es a todas luces una generalización estigmatizante (más allá de que, según otras fuentes de mi trabajo de campo, las usurpaciones de viviendas por parte de grupos dedicados a la venta ilegal de drogas era un problema real y recurrente). Esta dicotomía simbólica es consistente con la importancia en la historia argentina del “barrio” como dispositivo cultural productor de identidades (Gorelik, 1998), así como de la “ideología fomentista” —la distinción moral entre quiénes detentan y quiénes no la propiedad formal de la tierra y la vivienda— (Prévôt Schapira, 2000). Sin embargo, como se evidencia en la escena, la producción de dichas distinciones en función de la “propiedad” de la vivienda puede volverse compleja en barrios populares informales. Pero en aquellos alcanzados por los operativos policiales focalizados, es decir, en contextos de “convivialidad pacificada”, aun si los documentos legales (todavía) no existen y la identificación del domicilio legal es problemática, las fuerzas de seguridad y los agentes judiciales pueden operar a favor de ciertos grupos para producirlos simbólicamente como “legítimos moradores”, a través de la valorización de otros capitales de distinción y legitimidad (en la escena, la posesión de electrodomésticos y la consideración positiva de los demás vecinos). En definitiva, en “zonas de relegación urbana” que podrían ser pensadas como “homogéneas” desde una mirada externa (Carman et ál., 2013, p. 28), se advierte cómo la intervención de fuerzas de seguridad puede actuar consolidando procesos previos de “fractalización”. Así, se refuerza un “degradé” de categorías sociales en el que cuestiones como las condiciones de vida, la situación legal de ocupación (propietario vs. “usurpador”), la procedencia nacional (“extranjero” vs. “argentino”), el “tiempo de residencia” (“antiguo” vs. “reciente”), la relación con el trabajo (“trabajo”/”planes sociales”/”economías ilegales”), las conductas y la moralidad se erigen como elementos diferenciadores legítimos de toda la población, tanto para agentes externos (los gendarmes, el Poder Judicial, etc.) como para los mismos residentes (Segura, 2011, pp. 95-96).
El control de la población migrante y la “exotización” de la cultura extranjera
En la Ciudad de Buenos Aires, los barrios de la zona sur se caracterizan por ser el lugar de residencia de la mayor parte de los/as migrantes de países limítrofes. La zona en general y, en especial, los barrios populares informales que se localizan con gran densidad dentro de ella se encuentran estigmatizados racial y culturalmente, asociando esa presencia migrante con características socialmente negativas —delito, anomia, contaminación, etc.— (Caggiano y Segura, 2012). Ya durante la mencionada toma del Parque Indoamericano, el problema de la “inmigración descontrolada” fue de hecho instalado en la opinión pública —nada menos que por el entonces jefe de gobierno, Mauricio Macri (“Macri calificó la política migratoria de descontrolada”, 2010)—, como la causa principal del conflicto. En este sentido, en este último apartado, busco mostrar cómo la actividad de Gendarmería se enmarca en una dimensión de índole “cultural”.
La última situación en la que me baso para este fin transcurrió durante un acto conmemorativo de la “Revolución de Mayo” (una de las fechas patrias más importantes de las efemérides de Argentina), organizado en conjunto por una asociación de migrantes bolivianos, una referente barrial y la Gendarmería. El día del acto, al llegar al centro de comando de Gendarmería en donde me iba a encontrar con el jefe del operativo y su ayudante (mis dos informantes clave dentro de la fuerza), me dijeron que ambos ya habían partido, y me indicaron cómo llegar caminando a donde se desarrollaba el acto. Les pregunté si estaba tranquilo como para ir a pie solo, a lo que contestaron que sí, que todo estaba “lleno de gendarmes” y que no pasaba nada. En efecto, la calle estaba vacía y tranquila. Al llegar al barrio, vi a varios efectivos que bloqueaban la vía de acceso al lugar. Me arrimé a uno de ellos, que me pidió con tono firme y elevado que me identificara. Me indicó que me apoyara contra el capó de un auto, me hizo abrir las piernas y me revisó. Al decirle que era “investigador de la Universidad”, me dejó pasar, no sin antes pedirme (confundiéndose por mi uso del término “investigador”) que “si era un agente de inteligencia, por favor, no lo dijera en voz alta”.
El acto se realizó frente a un “Centro de Primera Infancia” del gobierno de la ciudad (una guardería infantil para niños/as de entre 45 días y 4 años), de un refugio para víctimas de violencia de género que estaba a punto de inaugurarse y de dos bloques de viviendas sociales en construcción y dos terminados, en los que ya vivían vecinos/as. Además, la zona del acto lindaba con un amplio terreno baldío, limítrofe nada menos que con el Parque Indoamericano. Al acto acudió como invitada especial la entonces vicepresidenta, Gabriela Michetti.
Imagen 1. Acto del 25 de Mayo. Primera parte
Fuente: elaboración propia
La gendarmería se disponía frente a un amplio escenario. En el centro, se aprestaba la orquesta de la fuerza. Un gendarme iba guiando la ceremonia con órdenes relativas a la posición y el saludo. Al mismo tiempo, un locutor anunciaba los distintos momentos del acto, que combinaban discursos, himnos y movimientos militares. Hablaron el propio locutor, el capellán de la fuerza y el jefe del despliegue de Gendarmería en CABA. Se cantaron a viva voz dos himnos de la fuerza: el recitado “Decálogo del Gendarme Argentino” y la canción “Águilas de las fronteras”. Durante el acto, muy pocos vecinos se acercaron; mayormente, iban apareciendo espectadores en las ventanas y balcones de los edificios.
Terminada esta ceremonia, empezó la segunda parte: la “comunitaria”. Estaba compuesta completamente por números artísticos. Primero, una pareja de niños disfrazados con ropas de época que bailaron un “gato” (danza folclórica argentina). A continuación, dos bailarines adultos interpretaron primero el “Tango Ilimani” (canción que, a pesar de ser un tango, era de origen boliviano) y luego, una “morenada” (danza típica del altiplano, Bolivia, Perú, y el noroeste argentino). Alrededor, el público se fue incrementando notablemente a medida que pasaban los números. Algunos vecinos hacían palmas. Otros observaban atentos, varios de ellos con niños. Algunos se animaban a esbozar bailes. De pie en el escenario, apareció flameando la bandera de los pueblos originarios andinos, la Wiphala. La música del último número sonaba más típicamente “andina”, con sikus y quenas.
Imagen 2. Acto del 25 de Mayo. Segunda parte (acto “comunitario”). Primer número
Fuente: elaboración propia
Por último, en el momento de mayor presencia de público, el locutor presentó el número final: la “Compañía Tinkus Masis Potosí”, grupo de baile carnavalesco boliviano que empezó a tocar y bailar una música muy festiva que no parecía tener final, hasta que repentinamente se cortó el sonido. Una gendarme joven que estaba a mi lado y que conocía de otras visitas de mi trabajo de campo exclamó preocupada que se podían llegar a enojar porque les habían cortado la música. “Se nos viene el barrio encima”, dijo. Me pareció que el locutor se percató del malestar en el público, e intentó salvar la situación refiriéndose a los bailarines como representantes artísticos de la “comunidad hermana” de Bolivia.
Imagen 3. Acto del 25 de Mayo. Segunda parte (acto comunitario). Último número (compañía de danzas típicas)
Fuente: elaboración propia
La cantidad de público durante esta parte final era grande. Enfrente del Centro de Primera Infancia, un grupo de gendarmes había montado una carpa y empezado a servir alfajores, tortas fritas y chocolate caliente7. Se hicieron largas filas alrededor. Mientras tanto, la suboficial joven antes mencionada me señalaba entre el público a un agente de inteligencia, vestido con ropa deportiva oscura, disimulado entre el público: “Está ahí para prevenir se arme lío”, me dijo.
Imagen 4. Acto del 25 de Mayo. Final del acto
Fuente: elaboración propia
En la escena antecedente hay dos dimensiones de análisis significativas. En primer lugar, la “cultural”. Sostengo que el acto es consistente con el lugar que las expresiones culturales migrantes ocupan en la historia cultural oficial de Argentina (y en particular, de su región metropolitana). Según la literatura al respecto, en esa cultura histórica oficial predomina la autorrepresentación de la nación como un “crisol de razas” (Briones, 2005), en el que los migrantes latinoamericanos y sus expresiones culturales ocupan un papel a la vez estructurante —son el signo a partir del cual se articulan las diferencias culturales (Grimson 1999, p. 43)—, pero subordinado —son los que “no entran en el crisol” (Caggiano, 2005). Esto puede observarse tanto en el hecho mismo de que el acto estaba estructurado en dos secciones mutuamente excluyentes (una “nacional”, a cargo de una fuerza militar y casi sin presencia de público local, y otra “extranjera”), así como en cuestiones del contenido de cada una de ellas. En la primera parte, a cargo de Gendarmería, el contenido era fuertemente patriótico, tradicional y militarista. Se ponían de manifiesto aquellos símbolos, rituales y discursos que las agencias públicas impulsan en tanto es una de las capacidades y funciones principales de la “estatalidad”: la “capacidad de internalizar una identidad colectiva (…) y que permiten, en consecuencia, el control ideológico como mecanismo de dominación” (Oszlak, 2015, p. 17). Ese vínculo de Gendarmería con la difusión de símbolos “patrios” en contextos representados como en los “márgenes” del propio Estado (Das y Poole, 2008) se puede rastrear hasta en el comienzo mismo de la fuerza. En los debates legislativos que llevaron a su creación, se decía que “Gendarmería debía argentinizar los territorios nacionales, amenazados por el vacío y el abandono en que habrían quedado luego de su ocupación militar en el siglo XIX”. Se alegaba que los llamados “territorios nacionales”, que todavía no se habían constituido como provincias, “no absorbían la inmigración, sino que estaban siendo absorbidos por ella” (Escolar, 2017, pp. 21-22). Sostengo que en el carácter fuertemente militarizado de esa primera sección de la conmemoración (gritos, demostraciones de coordinación, fuerza y disciplina, etc.), sumado a la ausencia casi total de público local, puede verse como que esta funcionaba como una “performance” de la fuerza, orientada a demostrar su autoridad y su capacidad para erigirse como representante simbólica del Estado en una zona “de frontera” cultural, como agente del orden y del control frente a los extranjeros y sus culturas.
En la segunda parte del acto, a cargo de organizaciones migrantes, se evidenciaban también, sin embargo, ciertos límites a su pretendida multiculturalidad. Cabe remarcar cómo esta instancia transcurrió en un degradé que iba desde las expresiones más afines a la cultura folclórica argentina al comienzo, y con mayor atención y celebración por parte de las autoridades, hasta las de origen más nítidamente boliviano en el final, tratadas con cierto desdén, interrumpidas por los organizadores y señaladas como un evento peligroso que “podía terminar mal”.
Esa visión estigmatizada y negativa de las actividades culturales más específicamente migrantes nos conduce a la segunda clave de análisis: el dispositivo de vigilancia que pesa sobre las comunidades migrantes y sus expresiones culturales en el espacio público. Durante la jornada, pude observar a cientos de gendarmes afectados controlar las inmediaciones, los accesos y hasta a agentes encubiertos de inteligencia en el acto mismo. Un auge en el control sobre las actividades culturales de los migrantes, que investigadores en la temática como Brenda Canelo (2018) remarcan como efecto de un “quiebre en la forma de tratamiento estatal de la cuestión migratoria en la ciudad” (pp.133-134), producido con posterioridad a la toma del Parque Indoamericano. Pude observar muestras de ese dispositivo de control en otras oportunidades. Por ejemplo, en octubre de 2016, durante la “Fiesta de la Virgen de Copacabana”, celebración a la que concurrían migrantes bolivianos de toda la ciudad y en la que pude observar cómo los gendarmes vigilaban para “evitar incidentes” mediante una sofisticada gama de recursos: videovigilancia con drones, decenas de efectivos que patrullaban, agentes de inteligencia, etc. Un conjunto de prácticas y técnicas de control que, además, contribuía a reforzar creencias estigmatizadas sobre los territorios populares en general y sobre las comunidades de migrantes en particular, como lugares/grupos inestables, capaces de “incendiarse” en cualquier momento (Kessler, 2012) y que es preciso, por lo tanto, vigilar con especial celo.
Imagen 5. Desfile de la Virgen de Copacabana
Fuente: elaboración propia
Imagen 6. Gendarmes que vigilan en el desfile de la Virgen de Copacabana
Fuente: elaboración propia
Ambas claves de análisis, la cultural y la securitaria, permiten apreciar cómo en contextos de convivialidad pacificada, las fronteras entre “cultura extranjera” y “cultura nacional” no parecen tender a difuminarse, sino más bien a remarcarse. Es decir, se trata menos de una relación de “mestizaje” —producción intercultural en la que se daría un sincretismo entre “desarrollos endógenos” y “aportes exógenos”, una creación inestable, subversiva y negociada, aun cuando ocurra en un marco de relaciones sociales asimétricas (García Canclini, 1990)— y mucho más de “exotización cultural” —de producción deliberada de los sectores populares migrantes como “exóticos”, celebración de “su cultura” por parte de actores públicos, que no modifica la desigualdad socioeconómica y simbólica subyacente (Carman et ál., 2013, p. 24)—.
Conclusiones
En este artículo busqué dar cuenta del impacto que ha tenido la presencia policial focalizada en barrios populares informales en los que, anteriormente, dicha presencia se daba de forma más esporádica e intermitente. Propuse para tal fin la categoría de “convivialidad pacificada”, una noción que, recuperando la perspectiva teórica de la convivialidad (Segura, 2019) y de la “pacificación” (Neocleous, 2016), permite dar cuenta del modo en que la actividad policial focalizada ha afectado distintos mecanismos para la resolución de conflictos urbanos, a favor de su “puesta en orden” y en detrimento de los márgenes que poseen los sectores subalternos para resistir y disputar.
En el primer apartado, a partir del análisis de una intervención de Gendarmería ante una toma de tierras, muestro cómo procedimientos policiales altamente rutinizados se consolidan para resguardar los espacios vacantes de los barrios. Esa protección policial de espacios abiertos contrasta con la imagen ampliamente difundida durante la toma del Parque Indoamericano (y durante otras ocupaciones masivas de tierras): la noción de “tierras de nadie”. Muestro cómo la proyección de espacios públicos sin las correspondientes obras de infraestructura aparece como una estrategia del Estado tanto para impedir la expansión de barrios populares informales en la zona sur como para avanzar en la regulación de disputas por la tierra sin construir, de forma cada vez más reticular, hacia adentro de los propios barrios. Los espacios vacíos desregulados se van replegando, se convierten en “microlugares” (Wacquant, 2007) en el interior de las grandes áreas de segregación de la pobreza.
En el segundo apartado se puede apreciar cómo la Gendarmería y la justicia intervienen a favor de grupos “establecidos” del barrio, frente a los “marginados” en la fijación y afianzamiento de ciertos límites (Lamont y Molnar, 2002) entre ellos. Límites en primer término sociales, en el marco de las disputas por el uso y apropiación del espacio construido. Muestro cómo la cohesión social de algunos grupos con mayor antigüedad se refleja en su mayor capacidad para poner en funcionamiento mecanismos institucionales —la intervención judicial y de fuerzas de seguridad— que les garantizan la reproducción de las bases materiales de su poder (Elias, 1998, pp. 231-32). Por otro lado, muestro cómo el despliegue focalizado de Gendarmería favorece el afianzamiento de límites simbólicos entre los grupos. Así, en “zonas de relegación urbana” que podrían ser pensadas como “homogéneas” desde una mirada externa (Carman et ál., 2013, p. 28), y en los que la posesión de documentos legales de propiedad es todavía incipiente, las intervenciones de Gendarmería analizadas potencian procesos previamente existentes de “fractalización” social. Recursos materiales o simbólicos, como la capacidad de consumo, el estado y calidad de la construcción de la vivienda, las relaciones con vecinos o referentes locales, el tiempo de residencia, las conductas y la “moralidad” se erigen como fundamentos de legitimidad de algunos grupos (“trabajadores honestos”) y de estigmatización de otros (“narcos”, “ocupas”, “ilegales” e “inmorales”).
Por último, muestro cómo la performance marcadamente militar de Gendarmería en actividades conmemorativas, así como su despliegue masivo para vigilar eventos culturales públicos de las comunidades migrantes van en el sentido de un remarcamiento de las fronteras entre la “cultura nacional” y las “culturas extranjeras”. En los mencionados “contextos de convivialidad pacificada”, estas fronteras no parecen tender a difuminarse en el sentido de un “mestizaje” (García Canclini, 1990), sino a remarcarse, en favor de la “exotización cultural” de las expresiones culturales migrantes (Carman et ál., 2013, p. 24), de forma consistente con los hallazgos de la literatura brasileña sobre el impacto cultural de las UPP en las favelas de Río de Janeiro (Machado, 2010; Franco, 2020).
En suma, el artículo busca aportar a la reflexión comparativa con otros contextos en los que políticas similares se han desplegado recientemente. Principalmente, apunta a no perder de vista las consecuencias no previstas que las políticas de seguridad pueden tener más allá de sus objetivos manifiestos, en este caso en particular, en las condiciones materiales y simbólicas de hábitat de los sectores populares y en la reproducción cada vez más porosa de modelos urbanos desiguales y excluyentes.
Notas
- Recupero la definición de “barrio popular informal” de María Cristina Cravino, quien diferencia entre “hábitat popular” (conjunto de “prácticas habitacionales” de los sectores populares en todo su abanico) y “barrios informales” (aquellos que tienen “problemas de dominio”, sin escrituras o “mixtos” villas, asentamientos, barrios producidos por el Estado en los que nunca se otorgaron escrituras, o que se pensaron como transitorios y luego se consolidaron, etc.) (Cravino, 2008, p. 46).
- Adscribo aquí a la definición de trabajo de campo etnográfico de Rosana Guber, para quien la etnografía “no consiste en la aplicación de métodos definidos desde la academia (…) Consiste en un reconocimiento más amplio de los términos en que entablamos relaciones con nuestros interlocutores y que nos permiten conocerlos recuperando sus perspectivas” (Guber, 2014, p. 15). Para esta perspectiva la problematización del “acceso”, la “permanencia” y hasta la “salida” del “campo” es un punto nodal. Estas distintas instancias no serían algo que se obtiene de una vez, sino que son parte de una prueba constante para el investigador, en la que no existen guías a priori para evitar “errores” ni una “acumulación” que se dé por sí sola. En ese sentido, cabe aclarar que mi acceso a campo fue posible gracias a la autorización de un comandante de Gendarmería, a quien, a su vez, contacté por intermedio de una exfuncionaria del Ministerio de Seguridad, y que la “salida” se produjo un año más tarde, después de un cambio de jefatura. Mientras tanto, gracias a la construcción de vínculos de confianza y respeto mutuo con los efectivos, pude observar una amplia variedad de situaciones operativas y efectuar entrevistas no estructuradas con gendarmes de distinto rango y antigüedad. Esta permanencia en el campo hizo posible la sistematicidad y reiteración de mis observaciones, así como la incorporación de percepciones de los gendarmes en mi punto de vista, lo que me permitió iluminar dimensiones de la actividad de la fuerza que no habían sido tematizadas en la literatura previa. Por último, cabe señalar que decidí modificar nombres de personas y lugares para preservar el anonimato de mis informantes.
- La Policía Federal fue transferida por el gobierno nacional al de la ciudad en 2016, y unificada en 2017 junto con la Policía Metropolitana en una única fuerza, la Policía de la Ciudad, que es la que actualmente está a cargo del servicio de seguridad en toda la Ciudad de Buenos Aires.
- La Prefectura Naval es una fuerza de seguridad anteriormente dependiente de la Armada Argentina, cuya función legalmente definida es la seguridad en aguas navegables y costas, buques con bandera nacional y puertos de todo el país. La Gendarmería, mientras tanto, es una fuerza de seguridad con doctrina, conducción, régimen disciplinario y autopercepción militares (Frederic, 2018), inicialmente creada por el gobierno federal para apostarse en los “territorios nacionales” (que se configuraron como provincias varios años más tarde), en zonas rurales alejadas, poco pobladas y con escasa o nula presencia de otras burocracias (Escolar, 2017). Legalmente, por las leyes 18.711/70 y 19.349/71, quedó cristalizada su principal jurisdicción como la “zona de seguridad de fronteras”, una “faja” de 50-100 km alrededor de fronteras terrestres, puentes y túneles internacionales.
- Estas entrevistas forman parte del corpus analizado, aunque no aparezcan citadas directamente en el artículo.
- A causa del paradigma policial de “proximidad” de estos despliegues, se ha dado en los barrios una “politización del servicio de seguridad público”, que produce que algunas zonas sean más intensamente protegidas que otras, en función de relaciones que los efectivos mantienen con referentes comunitarios locales (Frederic, 2018).
- Servir chocolate caliente y tortas fritas es una tradición de las fuerzas armadas argentinas en los festejos patrióticos que se replica en numerosos contextos (Alegría, 2019).
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